Llueve. Pienso en las posibilidades infinitas que nos rodean cada instante que pasa. En lo pequeños que somos ante la inmensidad del planeta Tierra, del océano. Rompen las olas constantemente en los mares, formando caminos de nívea espuma en todas las playas del mundo, pero cada uno de ellos es único, con su cantidad exacta de burbujas y su forma propia de acariciar la arena...
Me siento a escribir y, en busca de ideas, navego por mi estantería. Encuentro El país de las últimas cosas, de Paul Auster. Sé que lo leí hace unos años, pero me pregunto cuándo lo habré terminado de leer con exactitud, la fecha y hora. Al salir, pocos segundos después, de ese pequeño callejón de elucubraciones, descubro que, casi al final de esta novela distópica, tengo subrayado lo siguiente: «No puedo imaginarlo, no puedo ni siquiera comenzar a pensar en lo que sucederá allí afuera. Todo es posible, y eso es prácticamente lo mismo que nada, casi como nacer en un mundo que nunca ha existido». Leí este libro de Auster hace años, me acuerdo muy poco de su trama y de la impresión que me causó. En su contraportada se lee:
En «El país de las últimas cosas» todo tiende al caos, los edificios y las calles desaparecen, y no hay nacimientos. La existencia se reduce a la mera supervivencia de vidas miserables sin «ni siquiera la esperanza de recuperar la esperanza». Anna Blume cuenta en una larga carta su paso por la ciudad, en busca de su hermano desaparecido, y su afán por vivir, a pesar de todo, en este ambiente devastado del final de la civilización.
Allá afuera todo es posible, inmenso, demasiado complejo. Pero si nos ponemos a pensar constantemente en todo lo que ocurre o puede llegar a ocurrir en el mundo, es muy probable que nos abrume el caos: todo aquello que no podemos controlar, que se nos sale de las manos. Es aquí cuando recuerdo una frase de Jordan Peterson, psicólogo clínico y pensador contemporáneo: «If you want to change the world, you should change yourself» (Si quieres cambiar el mundo, debes cambiar tú mismo). Peterson sostiene también que es más complejo dominarnos a nosotros mismos que dominar una ciudad.
¿Qué sentido tiene, entonces, preocuparnos tanto por lo que ocurre allí afuera antes de poner verdaderamente en orden nuestra propia vida? Nuestra familia, nuestra casa, nuestro cuarto, nuestra salud física y mental, lo que hacemos por los demás… Sócrates dijo algo similar: «dejad que quien vaya a mover el mundo primero se mueva él mismo». Y es así como la contraparte de aquel caos se vuelve, poco a poco, algo más alcanzable. Concluyo, entonces, que antes de ‘ganarnos el derecho’ de criticar fervientemente lo que ocurre fuera de las cuatro paredes en las que vivimos, o de protestar a diario en redes sociales sobre todo lo que está mal en el mundo y en quienes nos rodean, mirar adentro es una alternativa mucho más sana, realista, útil y proactiva.
Somos el reflejo del mundo. Todas las tendencias actuales en el mundo exterior se encuentran en el mundo de nuestro cuerpo. Si pudiéramos cambiar nosotros mismos, las tendencias en el mundo también cambiarían. Como un hombre cambia su propia naturaleza, también lo hace la actitud del cambio mundial hacia él. Este es el misterio supremo y divino.
Mahatma Gandhi
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