Estudiando para una clase de la universidad, alguna vez me encontré con la siguiente frase de Epicteto: «A los hombres no les perturban las cosas, sino las opiniones que tienen de las cosas. Entonces, la muerte no es algo terrible, porque sino así se lo habría parecido a Sócrates. El terror consiste en nuestra opinión de la muerte, que es aterradora». Tras una breve búsqueda en Google, descubro que aquel filósofo griego, perteneciente a la escuela estoica, murió en el año 135 d.C. Hoy, más de 1800 años después, pienso en algo aparentemente más simple y trivial: aceptar las diferencias.

Aunque estamos plenamente conscientes de que palabras como ‘diversidad’ y ‘complejidad’ son sinónimos de ‘humanidad’, a veces nos cuesta aceptarlo. También sabemos lo difícil que es cambiar las creencias centrales, rasgos de personalidad, gustos y opiniones de los demás. En definitiva, cada persona constituye un universo de ideas, perspectivas, ademanes distintivos y una infinitud de otros matices. Es ineludible, entonces, que entre dos personas existan varios abismos tenues y ambiguos, tierras de nadie; creo que de la falta de familiarización y entendimiento ante algo o alguien surgen la incertidumbre y el terror. Por ende, ¿hasta qué punto nos perturban las personas distintas a nosotros, en lugar de nuestras propias creencias arrogantes y todo lo que ignoramos sobre quienes criticamos?

Cuando ‘chocamos’ con alguien, por tanto, es menester evaluar si estamos cegados por la necesidad insana y egoísta de intentar que él o ella se parezca un poco más a nosotros; se vuelva más familiar, menos incierto. Quizás no estamos dispuestos a mirar, escuchar y aceptar lo inevitable: entendemos muy poco sobre los demás y sobre el mundo. Ningún hombre es una isla. Recordemos que Epicteto decía que no nos perturba la muerte en sí, sino nuestra opinión sobre la muerte: quizás el miedo a lo desconocido, a lo indescifrable. Cuesta aceptar y comprender que la muerte, así como las diferencias y discrepancias entre la gente, no solo es necesaria e inevitable, sino también la esencia misma, el motor y el complemento de la vida.

Es así como pienso que quizás la empatía es una virtud equiparable a saber morir con dignidad, como lo hizo Sócrates. ¿Qué sentido tienen las relaciones humanas sin la posibilidad de dialogar y discrepar con quienes piensan y se comportan de formas inciertas e incomprendidas para nosotros? Como la muerte, las diferencias no son algo terrible; son nuestras opiniones tercas, creencias estigmatizantes y, en ocasiones, cierto orgullo y narcisismo, que nos persuaden a intentar que los demás se parezcan cada vez más a nosotros. Que se vuelvan más predecibles, menos aterradores. Que ‘nos dejen vivir en paz’. Es más fácil pensar así que saber escuchar y dialogar…

Las ganas infantiles de ‘vivir bajo nuestros propios términos’ a veces no nos permiten disfrutar realmente de la vida, de la gente, de nuestros seres queridos. Pero son ellos la esencia misma, eternamente incomprendida, de la vida.




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4 comentarios

Lucy Naranjo I. · 2020 a las 14:18

Excelente👏👏👏👏👏enriquecedor

    Angel · 2020 a las 19:36

    Me gustó el artículo ya que me ayuda a aceptar lo que tendrá que suceder

      JM Naranjo · 2020 a las 20:14

      Hola Ángel! Muchas gracias por tu comentario y por leerme. Un fuerte abrazo 🙂

    JM Naranjo · 2020 a las 08:24

    Muchas gracias Lucy!!

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