Esta semana encontré una frase de Nietzsche que había resaltado hace unos meses: «Quien tiene un porqué para vivir encontrará casi siempre el cómo». Al escribirla me acuerdo de un libro de Murakami que leí hace casi un año: Los años de peregrinación del chico sin color. ¿Por qué (o para qué) seguimos viviendo? No pienso en esto desde una perspectiva desesperanzada ni catastrófica. Simplemente me paro a contemplar el paso del tiempo y todo lo metafísico, lo impalpable que, de una u otra forma, nos ha mantenido y nos mantiene vivos incluso en las situaciones más adversas.

«Existir y seguir existiendo era en sí un propósito», dice Murakami a través de la historia de un joven que no comprende cómo ni por qué sigue vivo, siente que su vida ha perdido todo color. Quizás nos mantiene con vida, entonces, la ilusión de un mejor futuro. La esperanza. También creo que, además de tener un porqué que de sentido a nuestro presente y futuro, en ocasiones nos toca aprender a hacer las paces con el pasado para poder seguir viviendo. Vuelvo a citar aquí uno de los fascinantes diálogos de aquel libro de Murakami: «Aunque logres ocultar los recuerdos, o enterrarlos muy hondo, no puedes borrar la Historia – dijo Sara alzando la mirada hacia Tsukuru -. Más vale que te quede grabado: la Historia no puede borrarse ni alterarse. Porque significaría matarte a ti mismo». La Historia con mayúscula, de nombre propio.

Por último, Viktor Frankl decía que nada en el mundo es más efectivo para seguir viviendo, incluso ante situaciones de sufrimiento extremo, que saber que nuestra vida tiene algún significado. Es fundamental que nuestra existencia tenga algún sentido para nosotros, un propósito de cualquier tipo que nos levante de la cama cada mañana. Quizás alguien nos necesita. Tal vez tenemos una obra que terminar o metas por cumplir. Es así como incluso el sufrimiento, decía Frankl, deja de ser sufrimiento cuando encuentra un significado mayor. Y entonces, abrazamos al pasado y tomamos responsabilidad sobre el futuro. Seguimos viviendo, sorprendidos ante nuestra resiliencia. Ante nuestra capacidad de encontrar un propósito hasta en lo ínfimo.


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