“Lo mejor ni ha pasado ni está por venir: está pasando”, dice una canción que me encanta. La voz revitalizante de Julieta Venegas dice en otra que podemos vivir en el paraíso y no darnos cuenta a tiempo.
Nunca me ha gustado la gente que expresa constantemente y con fervor que todo tiempo pasado fue mejor, que todo está peor que nunca, que hace tiempo fuimos felices y no lo sabíamos… Digo ‘la gente’, pero yo mismo he adoptado dicha posición innumerables veces. No me gusta pensar así, no porque no sea cierto —aunque con frecuencia no lo es, lo que pasa es que las cosas malas tienden a adoptar papeles protagonistas en nuestra memoria—, sino por el simple hecho de que, como dice Julieta Venegas en otra de sus canciones (le estaba escuchando antes de escribir este artículo), el presente es lo único que tenemos.
Tampoco creo en el destino ni en el pensamiento trillado de que todo pasa por algo, de que nuestro Dios sabe cómo hace las cosas. Creo en la gente, creo en el poder de cada individuo para forjar su propio camino, en aprender a vivir y ser mejores cada día, y en la aceptación radical y la responsabilidad absoluta sobre lo que hacemos y nos pasa. Bastante ateo, tal vez, pero optimista y proactivo, desde mi punto de vista, pues pensar así no necesariamente se contrapone a lo espiritual y esotérico.
Siempre vuelvo a canciones que me marcan: “Podés vivir en el paraíso, podés estar en el paraíso, y no darte cuenta… y no darte cuenta a tiempo”. Quien escribe y quienes leen este artículo somos lo suficientemente afortunados para, por lo menos, tener el tiempo y la cabeza para filosofar sobre el sentido de la vida, temas de orden muy superior en la pirámide de necesidades de Maslow. Nuestras necesidades más básicas muy probablemente se encuentran satisfechas (quizás en demasía) y podemos darnos el lujo de pararnos un momento a pensar sin que todo colapse, de distraernos un rato en el internet, de descansar un poco los fines de semana, de disfrutar del presente si así realmente lo deseamos. Quizás la principal diferencia entre vivir una vida paradisíacamente satisfactoria, por más que cueste —pues la vida cuesta, y mucho—, y sentirnos vacíos radique en reconocer y agradecer al suelo que hoy pisamos. Lo mejor podría ya estar pasando, más vale darse cuenta a tiempo.
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