Creo que fue un martes. Frente a una taza de café recalentado, contemplaba el patio de mi casa mientras trabajaba. A lo lejos apenas se distinguían las montañas oscuras que envuelven, eternas e imponentes, a la ciudad de Quito. Con los audífonos puestos, escuchaba una de aquellas canciones que uno tiene en replay durante semanas o meses. Me invadió, de repente, un pensamiento extraño. Las canciones y la vida: cosas que se acaban. ¿Qué tal si fuese la última vez que escucho esta canción?

Aunque puede sonar algo catastrófica, aquella pregunta no provino del miedo irracional a una muerte inminente, sino del hecho de que toda canción, como nosotros, tiene un desenlace. La diferencia radica en que la canción no tiene vida propia, pues nace tan solo cuando la escuchamos y luego muere. Desde la perspectiva de cada oyente, por ende, toda canción pierde la vida cuando está sola, cuando uno no la escucha, cuando deja de formar parte, de una u otra manera, de nuestra realidad. Mientras dormimos, por ejemplo, mueren todas las canciones que habitan en nuestros discos o reproductores móviles, o en las cuerdas de aquella guitarra que reposa frente a mi cama. Tal vez incluso aquellas melodías que se pasean, con la esperanza de ser recordadas, por las profundidades de nuestro inconsciente.

Al siguiente día, sin embargo, muchas canciones resucitan. Quizás cuando encendemos la radio o cuando se nos vienen a la cabeza, intrusas pero casi siempre bienvenidas, mientras tomamos una ducha tibia por la mañana. Es entonces cuando tarareamos, silbamos o bailamos: le regalamos un fragmento de nuestro tiempo, siempre tan preciado, a una de aquellas canciones… un pedazo de nuestra propia vida. Pero toda canción se acaba y empiezan tiempos inciertos. Quizás la olvidaremos indefinidamente o perderemos el disco que la contiene. Siempre cabe la posibilidad de que, por decisión nuestra o por puro azar, ciertas canciones no vuelvan a formar parte de la banda sonora de nuestra realidad individual.

Y seguimos viviendo, tratando de aprovechar nuestro limitado tiempo en este mundo. Reímos, filosofamos y lloramos en compañía de otras tantas canciones que eternamente nacen y mueren, como todas, en la vida de cada persona. En fin, son cosas que se acaban, las canciones y nuestra vida, aunque las canciones vivan en constante reencarnación. Nunca está por demás, entonces, decir ‘carpe diem’: aquel valioso cliché sobre la importancia de disfrutar el presente y saborear cada momento como si fuese la última vez que lo vivimos. Incluso las canciones, que nacen y mueren de por vida, que son mágicas y perfectas, viven con la incertidumbre de que cada encuentro con un oyente puede ser el último. Por eso siempre nos abrazan fuerte.




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