Si hay una frase que me tatuaría sobre la piel es aquella. Tan sencilla y sobria, tan simplista y cliché. Por temas personales algo complejos, con frecuencia me encuentro muy abajo, las cuatro paredes de mi habitación parecen desplomarse sobre mis hombros y me invade la desesperanza. Pero a todos nos pasa algo similar, tarde o temprano. Sé que no estoy solo.
Los años transcurren y cada vez que sufrimos, sea por la razón que sea (pues la vida se caracteriza en gran parte por situaciones adversas), desde el suelo se distinguen dos opciones: «¿Me sigo hundiendo (aún más de lo que ya estoy) o avanzo (aunque sea arrastrándome)?». Conforme nuestra inteligencia emocional se va puliendo, nos damos cuenta de que en realidad la opción es una sola cuando tocamos fondo (sin tomar en cuenta, por supuesto, la quietud absoluta, que equivale a morir en cualquiera de sus formas): seguir, por más que cueste y escueza; avanzar, aunque sea medio paso al día.
Hace años me recomendaron en una charla TED que uno de los antídotos a largo plazo para la ansiedad es no dejar que nos limite en lo cotidiano, hacer con ansiedad lo que tengamos que hacer, aunque salga mal (y nos cueste el triple). Y muy probablemente saldrán mal las cosas o, por lo menos, no tan bien como hubiésemos deseado. De nuevo, es un consejo simplista, contraintuitivo y no aplicable a todos los casos, pues la ansiedad es muy compleja, pero nos aleja de la quietud y nos expone a todo aquello que nos aterra. La próxima vez que hagamos lo mismo, por más ansiedad, tristeza, vergüenza o dolor que nos provoque la mera idea de hacerlo (¡o la vida misma!), será un poquito más fácil.
«Si quieres que algo se muera, déjalo quieto», dijo Drexler. «Tú solo sigue», me digo casi a diario, «que la otra opción no es bonita, que no quiero estar donde duele». Sin embargo, como casi siempre, lo que realmente funciona tan solo aparenta ser fácil e inmediatamente gratificante (repetir frases y chasquear los dedos, sin más, nunca salvó a nadie).
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