La palabra ‘locus’ se puede definir como el lugar específico donde se localiza o se presenta algo. En psicología, el término ‘locus de control’ se refiere a la percepción que un individuo tiene sobre dónde se encuentra la causa o el causante de lo que ocurre en su vida cotidiana; de todo lo que le ocurre. Este centro de control puede ser atribuido a uno mismo (locus de control interno) o al exterior (locus de control externo). Se trata, entonces, de la magnitud en la que las personas percibimos que lo que nos ocurre es controlable internamente (por nuestros propios esfuerzos, méritos y acciones) o de forma externa (por la suerte, otras personas o fuerzas exógenas). Como todo en la vida, conviene que se mantenga un balance, pues el locus de control se relaciona estrechamente con la capacidad de asumir y atribuir responsabilidades.

Procurar mantener un locus de control interno y equilibrado provoca autodeterminación y un sano sentido de responsabilidad, mientras que culpar de todo aquello que nos pasa ‘al mundo’, a otras personas o a Dios/Destino podría ser la consecuencia de un pobre sentido de la responsabilidad. Es más fácil, por supuesto, culpar a todo menos a uno mismo de nuestros propios errores, falencias y debilidades. Se dice con frecuencia que lo que más odiamos en quienes nos rodean suele ser lo que, en el fondo, de una u otra forma, nos disgusta de nosotros mismos. Por otro lado, si damos crédito de todos nuestros éxitos y fortalezas a fuerzas exógenas nos volvemos incapaces de valorar nuestros propios esfuerzos, méritos y capacidades.

Un excesivo locus de control externo también podría caracterizar a quienes fácilmente ‘se lavan las manos’ de sus responsabilidades y consideran, consciente o inconscientemente, que son tan solo víctimas de un mundo injusto y que conspira contra ellos. Ambos tipos de locus de control, no obstante, son un arma de doble filo, pues llevados al extremo pueden conducirnos hacia el autocastigo, la culpa constante, la sobreexigencia… a cargar con mucho más (o menos) de lo que nos corresponde y nos compete. De todas formas, mantener un locus de control balanceado, como me gusta llamarlo, es uno de los antídotos contra la desesperanza y el nihilismo.

En psicología, la ‘desesperanza (o indefensión) aprendida’ es un estado en el cual uno percibe impotencia ante eventos adversos, traumáticos o meros fracasos persistentes que impiden el éxito o autorrealización. Se conoce que dicho estado puede convertirse en una de las causas subyacentes de la depresión clínica. Se ha determinado, por ejemplo, que quienes experimentan profunda desesperanza aprendida son más propensos a desarrollar síntomas de depresión, niveles elevados de estrés y menos motivación para cuidar su salud física. En términos generales, la desesperanza, la percepción de que no tenemos control alguno sobre nuestra propia vida y la pérdida de propósito son potenciales factores de riesgo severo para la salud mental y física.

Comprender, por tanto, este tipo de conceptos básicos de la psicología tiene el potencial de ayudarnos a ser mejores personas y evitar patrones de pensamiento dañinos; alejarnos de tantos aparentes ‘atajos’ mentales que, aunque parezcan soluciones a corto plazo para la ansiedad y el estrés, con el tiempo pasan facturas psicosociales y fisiológicas.



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