Desensueño

Los dos sabemos que hoy es una de aquellas noches. Nuestro punto de encuentro es la fachada del restaurante donde alguna vez decidimos estar juntos para siempre: una de tantas promesas incumplidas. Impacientes y envueltos en varias capas de ropa (ella luce un abrigo de gabardina, yo un poncho avejentado que era de mi abuelo), atravesamos la brisa nocturna y contemplamos la calle desierta como dos almas en pena, furtivas en la oscuridad. Ambos con cara de póker, no dejamos de mirar hacia adelante.

Unas tres cuadras después, empezamos a sumergirnos en la estación de metro que, al ser casi un punto medio entre su casa y la mía, fue durante muchos años nuestro sitio de encuentro ideal antes de visitar tantos museos, cafeterías, bibliotecas y apacibles parques que hoy ya no se acuerdan de nosotros. Descendemos por las escaleras de concreto y allí está: la banca de madera, hermosa y llena de grafitis. Nos sonrojamos, nos miramos casi por primera vez en la noche y sonreímos antes de apartar dos colillas de cigarrillo y un afiche de publicidad. Ella la desempolva con las yemas de sus dedos antes de tomar asiento y, luego de acomodarse el abrigo, me invita a sentarme a su lado.

Las noches subterráneas -como ella las bautizó alguna vez- son para nosotros una especie de ritual, un hábito íntimo y catártico que ocurre solo en ciertas fechas inolvidables; eternas cicatrices, a pesar de todo, en su calendario y en el mío. Al inicio suele ser considerable el espacio que nos separa sobre la banca lóbrega, pero aquella distancia, al igual que la barricada de rencor y desdén que aísla nuestros corazones en el mundo exterior, se esfuma gradualmente. Contemplamos, con la mirada perdida, la pared de enfrente, la que acoge a los rieles, como si se tratase de un cuadro claroscuro y enigmático, y nuestras manos se entrelazan. Su derecha, mi izquierda. Las luces de la estación suelen ser tan resplandecientes que nos obligan a permanecer con los ojos entrecerrados, y nuestra comunicación tiende a ser escasa: se limita a breves cumplidos y besos fugaces que no caben en oración alguna.

Bajo tierra nuestras lágrimas se confunden con sonrisas y los recuerdos toman formas diversas para impregnarse luego, viscosos, en las paredes cándidas de la estación. Nos miramos por momentos breves, sonreímos en silencio y nuestros sueños se escapan del inconsciente, abrazan a las frustraciones en la superficie y las envuelven hasta ahogarlas lentamente bajo los rieles oxidados que nos resguardan. Hoy, ella suspira y abre de repente sus hermosos ojos con exageración, como quien despertase de un sueño difuso o quizás de una pesadilla para descubrir que todo está bien, que los monstruos no pueden alcanzarnos aquí abajo. Yo contemplo por un momento, como si fuese la primera vez, su boca entreabierta, su piel bruñida, sus ojos desarmados: fisonomía delatora de un corazón diáfano. A veces me recita un par de palabras – aunque hoy no lo hace -, quizás un ‘te quiero’. Palabras y silencios subterráneos.

Al contemplar la pueril belleza de su rostro, descubro sus labios como quien contempla, recostado sobre el pasto humedecido, un atardecer en pleno verano. Siempre me ha cautivado profundamente la indescifrable naturaleza de sus pensamientos, el significado oculto de sus silencios recurrentes. Aquella clase de silencios, los más bellos e introspectivos, hoy solo habitan las profundidades más recónditas de nuestro mundo: un planeta desierto y en tinieblas. De pronto, entre los gratos decibelios del mutismo subterráneo, surge en mi mente un súbito fragmento de una escena que casi no recuerdo:

Ella y yo, sentados sobre una banca de piedra en un hermoso parque, compartiendo un helado de sandía. Como en una película de amor de Hollywood, nos miramos y su aliento glacial se mezcla con el mío, formando una pequeña nube etérea que rima con la brisa veraniega. Ella, sentada con las piernas entrecruzadas, apoya delicadamente su rostro sobre mi hombro y suspira con una parsimonia hipnotizante. Con los ojos entrecerrados, no deja de contemplar la noche estrellada, como pidiendo un deseo a la luna pálida.

Las luces de la estación se disipan de improviso y me devuelven al presente, presagiando la hora de partir. Parecía una noche eterna. Mis manos empiezan a humedecer al instante y se apartan de las suyas. Cada vez más distantes e inexpresivos, caminamos con resignación hacia la salida y ascienden nuestros cuerpos por las escaleras sempiternas. La oscuridad nos empieza a envolver, nos gobierna: nos guía hacia direcciones opuestas. Hasta la próxima, noches subterráneas. 


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Categorías: Relatos

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